Con todo y que algún nacionalista a ultranza quiera darme la contraria, he de decirles que en mi natal Zaragoza no se conmemoraba el Día de Muertos con el mismo fervor que en el sur. No digo esto con desprecio, yo qué más quisiera que decirles que el Día de Muertos en el Panteón de San Fernando es tan florido como el del mismísimo Janitzio, pero la realidad se impone y demuestra que acá el 2 de noviembre se va al panteón (vivo, claro está), a dejar flores, saludar a los presentes y comer elote, caña o tamales, si los hay en venta.
De hecho no todos van el 2, unos van antes o después para evitarse aquel tumulto. Yo, siendo niño, gustaba de ir al panteón más que a comer elotes, a encontrarme con mis primos texanos y sus hijos, que siempre venían con sus cubetas en forma de calabaza hasta el copete de dulces. Me los daban a mí, supongo que porque en aquel entonces nadie se preocupaba por si yo tenía o podía tener caries y en cambio a los niños texanos ya eso les traería alguna consecuencia. A ellos o a sus papás.
En todo caso es lo de menos, yo salía ganando y tendría dulces para el resto del año, aun en perjuicio del puestito de Liborio, aquel señor ojiverde de parca amabilidad en cuyo estanquillo alcancé a comprar todavía gomitas en forma de cereza, 5 por 50 centavos de los de antes, esto es, .05 centavos de peso de los de hoy, si es que mis matemáticas mejoraron desde el fatídico día en que Limones me dejó fuera de la prepa. (Si acaso no mejoraron, sigo siendo un chico feliz).
Pero volviendo al punto, llegó el año de mil novecientos ochenta y tantos y un 31 de octubre de aquel inmemorable año, apareció en la puerta de la casa la señorita Amelia, una vecina del barrio (¿bonito nombre, verdad?). No venía sola, la seguía una parvada de niños, ya envueltos en sábanas, ora con una toalla de capa, si bien con cualquier cosa que pareciera un disfraz. (¡Ay güey! ¡Pérate, baboso!).
“Triki-triki, triki-triki”, decían los niños, insistente pero ordenadamente casa por casa, alentados por aquella amable señorita tan apegada al catolicismo (aún hasta la fecha) con esa fe que ya sólo mantienen las personas de antes. No sé, y por ende no puedo describirlo, cómo fue que las demás familias del barrio asimilaron aquel evento acaso jamás visto, pero por lo que hace a mi casa, Amelia pasó con su séquito de gasparines por la acera de enfrente, vio a mamá, cruzó la calle, le explicó que aquellos niños pedían algún dulce o golosina y que aquella era una celebración del otro lado que a los niños les parecía muy bien. Hasta creo recordar que mencionó como organizadoras a un par de señoras ricachonas, a quienes desde luego no echaré de cabeza en esta narración a fin de no estropear su enlacado copetazo Polanco-style, a más de en todo caso no demeritar a quien anónima pero bondadosamente haya organizado aquella actividad, en la que también iban metidos sus hijos gritando “triki-triki” y recibiendo dulces, o portazos.
A falta de dulces (la verdad es que nadie en el barrio esperaba ni estaba preparado para recibir a un montón de niños pidiéndolos), mi mamá sacó al portal una cacerola de tamales y cada niño recibió un par.
Lo que siguió fue esto: Amelia le dijo a mamá que me dejara unirme a aquellos niños y mi mamá dijo que no. Con lo cual yo no podía estar más de acuerdo. Recuerden que yo era niño serio u_u; además, vestirse de gasparín o superman para recibir tamales, empanadas, dulces de calabaza, leche quemada con nuez, nuez en piloncillo y todas esas golosinas cotidianas en el pueblo (hogaño añoradísimos manjares), no se comparaba con ir al día siguiente con cara de pobrecito a recibir las cubetas de dulces gringos que mis primos texanos prohibían a sus hijos y me legaban a mí como muestra de cariño en aquella única vez al año que nos veíamos.
Años después me pregunto cómo es que el padre Urbano (párroco del pueblo), con la fama de conservador inquebrantable que se le atribuía, permitía que Amelia, devota fiel y de buena fe, guiara a aquellos niños a una práctica que aun en estos tiempos progresitas, por decirles de algún modo, con frecuencia se considera pagana y contraria a las tradiciones cristianas y más aun a las del nacionalismo indiofernandista. No sé, pero pienso que el mismo padre Urbano veía en Amelia esa misma buena voluntad, además de que ella misma se notaba contenta entre los niños y estos se veían felices. Los niños son el rostro de Dios, habría pensado padre Urbano, si me es permitido atribuirle algunas ideas aun cuando jamás lo haya tratado en persona. ¿Qué de malo podía verse entre toda aquella bondad en un pueblo tan olvidado del Vaticano?.
En fin, fue por aquel entonces cuando vi los primeros altares de muertos. En las escuelas, claro está, los maestros tomaban algún manual editado por la SEP donde se describían los elementos esenciales de los altares de muertos: la cruz de cal, la flor de cempazuchil (en mi casa se llamaban simplemente cempuales, yo siempre me apuntaba para donar unos cuantos al altar), el perro, la vela, etcétera. Ya notaron ustedes que me los enseñaron muy bien.
En el salón de tercero de primaria de la Escuela “Ford”, vi el primer altar de muerto montado (montado el altar, el muerto ya estaba muerto). Y sé que hasta la fecha es básicamente en las escuelas donde los niños y jóvenes norestenses tienen un acercamiento más ceremonial que festivo con esa celebración.
Largos años han pasado desde entonces, rara vez vuelvo a pasar en Zaragoza el Día de Muertos o el 31 de octubre, sin embargo donde ande, recuerdo con añoranza aquellos días tiernos, días de dulces gringos en el panteón y mexicanísimos tamales obtenidos a base de triki-trikis.
Nos leemos luego, gente bonita y cervecera.