
Vista de San Pedro Garza García, desde la oficina.
Quizás pronto deje mi noreste. Lo llevaré en mi corazón, sin embargo; y a mi noreste volveré cada que mi espíritu se llene de fatiga y hambre.
No sé por cuánto tiempo lo deje, sólo sé que una parte de mí, la que es fría y aspira a algo, me dice que debe ser por mucho tiempo. Otra, la que aspira solamente a ser, sugiere que vaya y vuelva y que extrañe y que recuerde y que no olvide.
Encaramada en la azotea de un edificio del centro histórico del Distrito Federal, la vida me dice “ven, quiero cumplirte un sueño”; pero me lo dice y yo hago como que la virgen me habla, aunque parece que la virgen ya también se alista para decirme “no te hagas, que a ti la que te habla es la vida”.
Poder, grandeza e historia. Eso me representa la capital de México y a ella “quizás” pronto seré arrojado impíamente por el destino; un destino que paradójicamente busqué en otros tiempos y al que un día (ya lo sé, es ingenuo creer que se puede renunciar al destino), renuncié con un simple y caprichudo “ya no es mi sueño, mejor trabajo por otras cosas”.
Poder e historia me entusiasman y me hacen amar también a esa gigantona ciudad del mundo a la que tocó ser la capital de México y a la que hasta ahora, sólo conozco de visita; pero a veces, cuando pienso en vivir ahí, su grandeza me horroriza. Me implica impersonalidad, individualidad exagerada, riesgos y actitudes defensivas a las que no estoy acostumbrado. No sé si así sea, pero es la idea que todos venden y que mis allegados no sólo venden sino que también regalan con sus recomendaciones: no te lleves el coche; cuidado en el metro; tan pronto como salgas del trabajo échate a correr y no pares hasta que estés en el lugar donde estés viviendo, aunque tal vez la carga de trabajo que te espera será tanta que ni siquiera tendrás necesidad de asomarte a la calle.
Por eso, aunque no sé si ya me voy, ya extraño a mi noreste de pueblos y ciudades pequeñas, que tiene por joya de su corona a un Monterrey que, aunque gran ciudad, sigue siendo tierna, limpia, verde y espaciosa y que, cuando cansa, te deja en libertad de volver a otros paraísos: Saltillo, Parras, Cuatro Ciénegas, McAllen, La Pesca, Weslaco, Isla del Padre, Gómez Farías o ciudad Victoria; o al más paradisiaco de todos los paraísos: Zaragoza.
Amo esta región porque es aquí donde soy libre y mi espíritu fluye, donde conozco, donde recorro, donde uno se cuida sólo lo necesario, donde está mi gente, donde estoy yo. Amo esta región y por eso, aun sin irme ya la extraño.
Pero algún día de estos he de decirle a la vida “ahí te voy”; y que sea lo que Dios quiera.