Para la tercera nevada de mi historia vivía ya en Torreón, en la recordada casa de Venecia 8. Era una tarde despejada y tibia, lavaba los trastes (universitario que vivía solo al fin) y por la ventana frente al fregadero observé aquel nubarrón lineal y gris hacia el rumbo de Saltillo. Minutos más tarde, supe que algunos conocidos y familiares se hallaban atrapados en una intensa nevada entre Saltillo y Monclova, a la altura de las Imágenes y que había empezado a nevar en Parras.
Sin imaginar lo que seguiría, esa tarde del último día de clases del semestre, en compañía de una amiga fui a tomar café en Cimaco Hidalgo (en aquel entonces no había otro).
Dormí… y al amanecer del día siguiente, 12 de diciembre de 1997, Torreón yacía bajo la nieve. También recuerdo por cuál ventana la reconocí, echada sobre el ficus verde (hasta aquel día), del pequeño patio de la estudiantil casa; tendida, como cobija lanosa y blanca, esponjosa, recién lavada.
Ese mismo día, universitario libre al fin, tomé un autobús con rumbo a Zaragoza. Vi los nevados mezquitales que bordean la recta de San Pedro, lecho seco de la Laguna de Mayrán, vi las nevadas cumbres de las sierras que bordean el valle de Cuatro Ciénegas (separado), las apenas salpicadas cumbres de las sierras que rodean Monclova y entonces oscureció.
Esa noche, en Zaragoza no había nieve, pero la que había visto en el desierto era suficiente para hacerme feliz. Tampoco hubo cámaras entonces, pero años después habíamos sido otra vez juntos, Coahuila, la nieve y yo.
¡Hasta luego!