Podría comenzar a escribir de las heladas blancas que hicieron noticia este día, pero no lo haré.
Diré que tan bellos como los días de heladas blancas en las cumbres de la Gran Sierra Plegada, son los días de niebla.
El otro día, un día de octubre, anduve por Altas Cumbres, en la sierra que enmarca el sur de Ciudad Victoria. Tenía años de no ir por ahí.
Allá a la altura de Janambres y de Altas Cumbres, me reencontré con los encinales que crecen entre las rocas y con las nieblas que los desdibujaban mientras la tarde caía y una caravana de bochos de todos colores serpenteaba en descenso sobre el viejo camino nacional 101.
Ya de bajada, mi compañía y yo nos detuvimos en el Satuario del Caminero -que supongo que algún día fue del Camionero-; y que a diferencia de hace algunos años, ahora luce jardines de mantos azules, de nochebuenas silvestres -y no enanas como las que adornan las navidades urbanas- y floripondios en jardineras de piedra.
Mientras mis acompañantes se tomaban selfis y demás fotos, yo finjía retratar la sierra, pero en realidad trataba de alejarme del ruido para poder identificar algo que parecían gritos de mujer, que venían de algún lado de la sierra, risas y gritos que poco a poco se fueron acercando a donde yo me iba a acercando y que dejaban de parecer de humano y empezaban a parecer de algún ave o de alguna fiera.
Pienso que pudieron haber sido de zorra, o de gato montés, o de un par de zorras o de un par de gatos monteses y no es que yo sepa mucho de eso, pero me intrigaron tanto que me puse a investigar cómo hacen esos animales.
Mientras me alejaba de mi compañía y me acercaba a una construcción abandonada y un viejo portón de un rancho, apenas visible entre la hierba, aquellos gritos o aullidos o maullidos también se aproximaban hacia mí, aunque luego se fueron alejando poco a poco hasta perderse en los valles y cañones de la sierra.
No hubo mejor fotografía que la de este recuerdo que tengo: la bella sierra perdiéndose entre la noche que empezaba a caer; y entre la niebla, entre el fresco de la noche otoñal y su naturaleza que parecía haberse acercado para reconocerme, para reencontrarme, para saludarme y hacerse presente y despés despedirse e irse alejando con su canto de aulllidos o maullidos o gritos de ave o de fiera desconocida, era la bella sierra siendo ella misma, sin las manchas la urbanidad, sin el temor de violencias humanas que de alguna manera también la han mantenido a salvo, momentáneamente.
Quién sabe cuándo vuelva. Como en muchas otras ocasiones y sobre muchos otros parajes, lo he dicho ya mil veces: tal vez no volví, tal vez todavía sigo ahí.