Por mi raza hablará el Piporro

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10 de Mayo de 2015

In Coahuila, De aquí y de allá, Norestense, Zaragoza on mayo 10, 2020 at 4:37 pm

 

Llovió, sonó el trueno, lució el rayo, brillaron las luciérnagas, cantó el chico, el pauraque salió a cazar insectos.

Yo me reconocí callado, diminuto espectador del armonioso compás de la Tierra, mientras caía en cuenta de que cada región del desierto y del semidesierto tiene su particular olor a lluvia y tierra mojada, determinado por su tipo de suelo y vegetación.

Más tarde, despejado el cielo, vino la noche estrellada con dos planetas luminosos, reconocí constelaciones que hace rato no veía y oí el canto de las ranas, sentí el olor del álamo y del encino.

Para apreciar al planeta y al universo así de magnánimos y prodigiosos; y reconocerse uno parte de ese conjunto de energía, no hace falta algún estimulante, basta callar, contemplar y valorar el Todo por cada una de sus partes y saber que esto también vale por cuanto es único y no se puede hacer a cada rato ni todos los días de la vida.

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Triki triki.

In En aquellos años, San Fernando de Austria, Zaragoza on octubre 31, 2013 at 5:35 pm

Con todo y que algún nacionalista a ultranza quiera darme la contraria, he de decirles que en mi natal Zaragoza no se conmemoraba el Día de Muertos con el mismo fervor que en el sur. No digo esto con desprecio, yo qué más quisiera que decirles que el Día de Muertos en el Panteón de San Fernando es tan florido como el del mismísimo Janitzio, pero la realidad se impone y demuestra que acá el 2 de noviembre se va al panteón (vivo, claro está), a dejar flores, saludar a los presentes y comer elote, caña o tamales, si los hay en venta.

De hecho no todos van el 2, unos van antes o después para evitarse aquel tumulto. Yo, siendo niño, gustaba de ir al panteón más que a comer elotes, a encontrarme con mis primos texanos y sus hijos, que siempre venían con sus cubetas en forma de calabaza hasta el copete de dulces. Me los daban a mí, supongo que porque en aquel entonces nadie se preocupaba por si yo tenía o podía tener caries y en cambio a los niños texanos ya eso les traería alguna consecuencia. A ellos o a sus papás.

En todo caso es lo de menos, yo salía ganando y tendría dulces para el resto del año, aun en perjuicio del puestito de Liborio, aquel señor ojiverde de parca amabilidad en cuyo estanquillo alcancé a comprar todavía gomitas en forma de cereza, 5 por 50 centavos de los de antes, esto es, .05 centavos de peso de los de hoy, si es que mis matemáticas mejoraron desde el fatídico día en que Limones me dejó fuera de la prepa. (Si acaso no mejoraron, sigo siendo un chico feliz).

Pero volviendo al punto, llegó el año de mil novecientos ochenta y tantos y un 31 de octubre de aquel inmemorable año, apareció en la puerta de la casa la señorita Amelia, una vecina del barrio (¿bonito nombre, verdad?). No venía sola, la seguía una parvada de niños, ya envueltos en sábanas, ora con una toalla de capa, si bien con cualquier cosa que pareciera un disfraz. (¡Ay güey! ¡Pérate, baboso!).

“Triki-triki, triki-triki”, decían los niños, insistente pero ordenadamente casa por casa, alentados por aquella amable señorita tan apegada al catolicismo (aún hasta la fecha) con esa fe que ya sólo mantienen las personas de antes. No sé, y por ende no puedo describirlo, cómo fue que las demás familias del barrio asimilaron aquel evento acaso jamás visto, pero por lo que hace a mi casa, Amelia pasó con su séquito de gasparines por la acera de enfrente, vio a mamá, cruzó la calle, le explicó que aquellos niños pedían algún dulce o golosina y que aquella era una celebración del otro lado que a los niños les parecía muy bien. Hasta creo recordar que mencionó como organizadoras a un par de señoras ricachonas, a quienes desde luego no echaré de cabeza en esta narración a fin de no estropear su enlacado copetazo Polanco-style, a más de en todo caso no demeritar a quien anónima pero bondadosamente haya organizado aquella actividad, en la que también iban metidos sus hijos gritando “triki-triki” y recibiendo dulces, o portazos.

A falta de dulces (la verdad es que nadie en el barrio esperaba ni estaba preparado para recibir a un montón de niños pidiéndolos), mi mamá sacó al portal una cacerola de tamales y cada niño recibió un par.

Lo que siguió fue esto: Amelia le dijo a mamá que me dejara unirme a aquellos niños y mi mamá dijo que no. Con lo cual yo no podía estar más de acuerdo. Recuerden que yo era niño serio u_u; además, vestirse de gasparín o superman para recibir tamales, empanadas, dulces de calabaza, leche quemada con nuez, nuez en piloncillo y todas esas golosinas cotidianas en el pueblo (hogaño añoradísimos manjares), no se comparaba con ir al día siguiente con cara de pobrecito a recibir las cubetas de dulces gringos que mis primos texanos prohibían a sus hijos y me legaban a mí como muestra de cariño en aquella única vez al año que nos veíamos.

Años después me pregunto cómo es que el padre Urbano (párroco del pueblo), con la fama de conservador inquebrantable que se le atribuía, permitía que Amelia, devota fiel y de buena fe, guiara a aquellos niños a una práctica que aun en estos tiempos progresitas, por decirles de algún modo, con frecuencia se considera pagana y contraria a las tradiciones cristianas y más aun a las del nacionalismo indiofernandista. No sé, pero pienso que el mismo padre Urbano veía en Amelia esa misma buena voluntad, además de que ella misma se notaba contenta entre los niños y estos se veían felices. Los niños son el rostro de Dios, habría pensado padre Urbano, si me es permitido atribuirle algunas ideas aun cuando jamás lo haya tratado en persona. ¿Qué de malo podía verse entre toda aquella bondad en un pueblo tan olvidado del Vaticano?.

En fin, fue por aquel entonces cuando vi los primeros altares de muertos. En las escuelas, claro está, los maestros tomaban algún manual editado por la SEP donde se describían los elementos esenciales de los altares de muertos: la cruz de cal, la flor de cempazuchil (en mi casa se llamaban simplemente cempuales, yo siempre me apuntaba para donar unos cuantos al altar), el perro, la vela, etcétera. Ya notaron ustedes que me los enseñaron muy bien.

En el salón de tercero de primaria de la Escuela “Ford”, vi el primer altar de muerto montado (montado el altar, el muerto ya estaba muerto). Y sé que hasta la fecha es básicamente en las escuelas donde los niños y jóvenes norestenses tienen un acercamiento más ceremonial que festivo con esa celebración.

Largos años han pasado desde entonces, rara vez vuelvo a pasar en Zaragoza el Día de Muertos o el 31 de octubre, sin embargo donde ande, recuerdo con añoranza aquellos días tiernos, días de dulces gringos en el panteón y mexicanísimos tamales obtenidos a base de triki-trikis.

Nos leemos luego, gente bonita y cervecera.

Las luciérnagas.

In Coahuila, San Fernando de Austria, Zaragoza on julio 22, 2013 at 8:42 pm

Les voy a confesar una crueldad: de niño, escribía mi nombre con luciérnagas.

No era el único niño que lo hacía, aunque sé que eso no me libera de culpa. Primero, las atrapábamos en botellas, disfrutábamos verlas iluminando aquel cristal y luego, cuando empezaban a quedarse como muertas, las sacábamos una por una y con el dedo las aplastábamos sobre las paredes o las banquetas. No escribíamos todos nuestros nombres, si acaso el apodo, las iniciales, el apelativo.

Ahora que vuelvo a Zaragoza de vez en cuando y veo que ya no hay tantas luciérnagas en las noches de los patios de mi infancia, siento la pesadumbre de aquella barbaridad. Si no hubiera escrito mi nombre con luciérnagas, quizás ahora habría más. 

No sé, tal vez también faltan nogales y acequias. Cuando al pueblo vuelvo yo  y antes han vuelto las lluvias o ha corrido agua por las acequias, me siento en el patio y veo las luciérnagas titilar. Recuerdo que en la infancia algunas eran más rápidas que otras, que en mi pensamiento infantil, me parecía que algunas tenían un casco de astronauta, que quizás venían de otro planeta, que no respiraban nuestro aire y por eso tenían esa especie de burbuja trasparente en sus cabezas.

 Es claro que uno no puede volver a ser niño, pero también lo es que en los hijos o hijas de uno, uno se repite, o al menos lo intenta o lo desea. Me pregunto qué pensarían mis hijas de ver esa maravilla de las linternas iluminando tenuemente la oscuridad de los patios norestenses. Quién sabe. Otras maravillas disfrutan otras infancias en otras partes; porque el mundo siempre tiene las dos cosas, es decir, niños y maravillas, o tal vez son la misma cosa.

Este verano de lluvia, las luciérnagas volvieron a Zaragoza y también volví yo. El niño que un día fui, les pide perdón, por haber escrito mi nombre con varias de ellas.

 Nos leemos luego, raza. Gracias a todos los que pasan por acá. 

Tal vez por ahí empezó.

In Así empezamos, En aquellos años, Zaragoza on octubre 31, 2012 at 1:02 pm

Tiempos hubo, muchachones, en que no había Internet. Sí, como lo leen: no había Internet. Había sí, muchos libros, enciclopedias y bibliotecas. Pues bien, de esos tiempos soy yo.

Llegaban al pueblo los vendedores de libros, a veces pasaban casa por casa, a veces sólo a las que ya eran clientes. Y si querías las últimas novedades, había que suscribirse al catálogo bibliográfico semestral. A veces llegaba, a veces no (el correo postal no era tan eficiente); y cuando llegaba, era un pasquín de tres o cuatro hojitas de papel amarillo. Un listado de títulos debidamente clasificados y eventualmente la imagen de la portada del libro.

Un día, papá me dejó escoger algunos de la sección infantil y yo escogí “Las mil y una noches”, mi hermano unos libros de Judo y Kung Fu, entre otros. Luego venía la larga espera de meses desde que se enviaba el pedido a vuelta de correo y llegaban los libros solicitados, previo pago por giro postal. (El giro postal era una especie de Western Union de antes, lo cual ya es mucho decir).

Llegaban también los vendedores de enciclopedias, siempre había uno que anunciaba vender la más moderna y actual. Como en la casa todos éramos estudiantes –unos brillantes, yo era más bien inquieto-, papá compró varias: la de historia universal, la técnica-científica, la ilustrada, luego la gran enciclopedia ilustrada, luego la nueva gran enciclopedia ilustrada y luego la nueva gran enciclopedia técnica científica ilustrada; y así; no podía faltar el libro del año, México a través de los siglos o las de Time Life.

El punto es que no había Internet y cuando a uno le encargaban tarea, había que buscar en la enciclopedia. Tengo el gusto y el orgullo de poder decir que jamás, jamirts, never, nev’a eva’, llegué a la escuela sin haber encontrado aunque sea un dato de aquello que nos encargaban investigar.

Pero además de las enciclopedias de consulta, había otro tipo de literatura: poesía, cuentos, diálogos, liturgias, novelas. Obras clásicas como la Ilíada, el Quijote, que por supuesto yo no leí. Era un niño, me movía más ver ilustraciones y esos libros no las tenían. Así que esos los comencé a hojear cuando ya era mayorcito.

Cuando mi curiosidad se hartó de leer y hojear las mismas enciclopedias, revistas, libros, descubrí la biblioteca municipal. Y ahí fue donde la puerca torció el rabo. De entre los quizás miles de libros de su acervo, me apasionaron los de arquitectura. Me pasaba horas de la tarde sacando libros de sus lugares, ante la mirada a veces de basilisco de la bibliotecaria. O de una de ellas, había una que era muy amable. Norma, creo que se llamaba. Parecía divertirse mucho haciendo su trabajo. En fin, ahí conocí otro tipo de arte, la escultura y la arquitectura, conocí a Tamayo, a Pedro Ramírez Vázquez, a Zabludovsky, a Carlos Obregón. De estos últimos, veía los libros que describían su obra, memorizaba los planos y luego me iba a casa, pasando antes por la papelería para comprar un par de pliegos de papel bond. Hacía mis propios planos de casas imaginarias, edificios públicos, palacios, en fin. Yo quería ser arquitecto. (Dicho sea de paso, la arquitectura me sigue apasionando, quizás ya no sueño hacerla, pero igual me embelesa apreciarla y en eso paso largos ratos de varios días al mes).

Estoy hablando, de allá por finales de los ochentas, principios de los noventas.

Un día de aquel entonces, 92, 93, llegó al pueblo una escuela de computación. Los sedicentes maestros de la misma, recorrieron las casas buscando clientes, es decir, alumnos. Y aunque a la mía no pasaron, yo fui y los llevé. El reclutador, o lo que fuera, trataba de convencer a papá de que me inscribiera, y papá lo veía incrédulo. Yo me quedaba calladito, viendo a papá con ojos de súplica. Hasta que papá asintió. Fue mi primer encuentro con una computadora, una IBM, pantalla monocromática, verde, que sólo funcionaba con lo que entonces había: MS-DOS. Y le enseñaban a uno a programar esa cosa con los lenguajes de aquel entonces y también algo de historia de la pascalina y esas cosas. Meses después la escuela terminó en algo incierto, de todos modos papás desconfiados como el mío, no habían caído en el juego del pago por anticipado, así que el saldo a favor fue para mí, había aprendido lo suficiente, lo necesario, lo indispensable.

Para cuando llegué a la prepa, ya había más computadoras en el mundo, pero no Internet. Las 20 que había en la prepa, las usábamos para lo básico: redactar trabajos, hacer carátulas e imprimir. Yo, además, las usaba para diseñar ciudades imaginarias, edificios y banquetas, inclusive.

Pero volviendo al punto, creo que la primera vez que me encontré frente a una computadora con Internet, corría el año de ya no me acuerdo, pero creo que fue en el 96, en la única computadora con Internet que la Universidad Autónoma de Coahuila tenía en Torreón, sita en el edificio de la Coordinación, allá por el Boulevard Revolución. Fui a ver si con ella podía encontrar una tesis de jurisprudencia de la Corte, que nos habían encargado localizar. Mi sueño de ser arquitecto había quedado en eso, ahora sería abogado, era lo que estaba a la mano y me estaba funcionando. En fin, la mentada computadora no encontró nada. Lo que se suponía era Internet, era una cadena de comandos escritos en una pantalla igual de monócroma que aquella en la que me enseñaban a hacer programas de sumas y restas. Eso y nada, serían lo mismo en estos tiempos en los que la Internet es todo imágenes, color, video, interacción. Me quedé con la duda de si en realidad me estaban jugando una broma. Decepcionado, jamás volví a aquel centro de cómputo universitario.

También de paso, he de decirle que para entonces, muchachones, no había problema en que uno presentara sus trabajos hechos a máquina. Yo los hacía a mano, redactaba todo con la letra más clara posible en mi cuaderno y luego iba corriendo al Mercado Villa, en Torreón, donde había escribientes. Sí, escribientes, señoritas a las que uno pagaba para que mecanografiaran lo que uno quisiera, a razón de $1.50 la hoja.

-¿Qué dice aquí, joven? No le entiendo a su letra.
-Es que está en latín, déjeme le dicto.
-¿Y por qué les enseñan leyes en latín, si ya ni los padrecitos lo hablan?
-Pues no sé, pero usted escríbale, que ya se me hace tarde.

Debió ser hasta 1997 cuando por primera vez entré a un… creo que se llamaban “café Internet”. Grande fue mi desilusión cuando entré y lo primero que vi, fue un anuncio que decía “Prohibido entrar con alimentos o bebidas”. Es decir, que había Internet, pero no café ni galletitas. ¡Qué clase de engaño era ese!
Me senté por fin, triunfante, frente a una computadora con pantalla a colores. El dueño del establecimiento me indicó cómo conectarme, se oyó el clásico chirrido de un modem dialogando con otro –yo imaginaba que uno pedía santo y seña y el otro le contestaba-, como hacían los antiguos faxes, que creo que aún existen. Y entonces abrió el explorador.

Y ahí estaba yo, conectado a la Internet que ya en ese entonces era ¡una cooosa! (Julio Galán dix it) vertiginosa, llena de datos y peligros. Abrí Yahoo, era el buscador de moda, el punto de entrada para la red mundial, el portal de bienvenida y escribí: “Zaragoza, Coahuila”. ¡Enter!

“Ningún resultado para Zaragoza, Coahuila”.

Entonces supe que en la nueva realidad, mi Zaragoza no existía, más que en los viejos libros de historia de la biblioteca de papá. Y quizás por eso, diez u once años después, comencé este blog.

¡Saludos, raza. Que Dios les bendiga grandemente!

Operativo de Emergencia para la Vida Silvestre

In Coahuila on abril 30, 2011 at 10:45 pm

Para mitigar en algo el hambre de venados, osos negros, guajolotes silvestres, palomas, jabalíes, codornices, conejos, liebres, zorros, mapaches, gatos montés, pumas y ejemplares de muchas otras especies que no tienen que comer debido a los incendios de las últimas semanas, la PROFEPA en Coahuila ha organizado un operativo emergente para llevar alimentos y agua hasta los lugares siniestrados.

Aunque para ello se han destinado recursos federales, la PROFEPA hace un llamado a la comunidad que quiera sumarse a este ejercicio sin precedentes, mediante donaciones en especie de: alimento para vaca o borrego con concentraciones de proteína del 14, 16 ó 18 por ciento, pacas de alfalfa, avena o cualquier otro tipo de forraje, maíz cortado y alimento para perro.

Las donaciones se reciben en cualquier cantidad, en las presidencias municipales de cada municipio de Coahuila, o en los centros de acopio ubicados en las localidades siguientes:

En Saltillo: Calle Dr. Lázaro Benavides No 835 Norte, Colonia Nueva España. Teléfonos 4-85-09-81 al 84.

En Torreón: Palacio Federal, 3er Piso, Avenida Morelos y Galeana.

En Piedras Negras: Puente 2, Prolongación Libramiento Fausto Z. Martínez, Local 7, Zona Centro. Teléfono: 87-87-82-5266 en horario de 9:00 a 18:00 horas.

En Acuña: Puente Internacional, Edificio 2, Hidalgo y Bravo, Zona Centro. Teléfono: 87-17-11-01-01 en horario de 9:00 a 18:00 horas.

En Monclova: Calle Brasil N° 1342, Esq. Con Argentina, Colonia AHMSA. Teléfono: 86-66-31-54-02 en horario de 9:00 a 18:00 horas.

¡Ayudemos!