Por mi raza hablará el Piporro

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Consuelo, con suelo.

In Acuña, Coahuila, Zaragoza on abril 11, 2011 at 10:33 pm

Le quiero creer a Sergio Avilés, le quiero creer y le creo, cuando dice que nuestras sierras se recuperarán, algún día, quizás sin nosotros, quizás sin que nos toque verlas recuperadas, pero volverán a ser lo que un día fueron, esos bastiones de las tierras salvajes de Coahuila.

Le creo cuando dice que quedarán las cenizas, ciertamente, y que de la tierra quemada brotarán las semillas de los pastos, de las raíces reverdecerán los mezquites, los huizaches, las cactáceas, el cenizo, la gobernadora; el mismísimo cedro y quizás el pino.

Le creo que algún día todo volverá a ser lo mismo, o quizás sea mejor, y volverán el oso y el venado, el guajolote silvestre, cada una de las aves y avecillas que hoy no se hallan, que se pierden en el humo; y volverá la esperanza del elk y la del berrendo y la del bisonte y la del regreso de otras tantas especies que hoy son idas.

Es lo único que quiero creer, por ahora; es lo único que me queda, la fe de que esa sierra que un día soñé conocer, verde, como me la contaban, otro día vuelva a ser la misma, aunque a mí ya no me toque conocerla.

Ojalá que así sea, Sergio, gracias por ese consuelo.

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Epílogo

In La Laguna on febrero 3, 2011 at 4:19 pm

Para la tercera nevada de mi historia vivía ya en Torreón, en la recordada casa de Venecia 8. Era una tarde despejada y tibia, lavaba los trastes (universitario que vivía solo al fin) y por la ventana frente al fregadero observé aquel nubarrón lineal y gris hacia el rumbo de Saltillo. Minutos más tarde, supe que algunos conocidos y familiares se hallaban atrapados en una intensa nevada entre Saltillo y Monclova, a la altura de las Imágenes y que había empezado a nevar en Parras.

Sin imaginar lo que seguiría, esa tarde del último día de clases del semestre, en compañía de una amiga fui a tomar café en Cimaco Hidalgo (en aquel entonces no había otro).

Dormí… y al amanecer del día siguiente, 12 de diciembre de 1997, Torreón yacía bajo la nieve. También recuerdo por cuál ventana la reconocí, echada sobre el ficus verde (hasta aquel día), del pequeño patio de la estudiantil casa; tendida, como cobija lanosa y blanca, esponjosa, recién lavada.

Ese mismo día, universitario libre al fin, tomé un autobús con rumbo a Zaragoza. Vi los nevados mezquitales que bordean la recta de San Pedro, lecho seco de la Laguna de Mayrán, vi las nevadas cumbres de las sierras que bordean el valle de Cuatro Ciénegas (separado), las apenas salpicadas cumbres de las sierras que rodean Monclova y entonces oscureció.

Esa noche, en Zaragoza no había nieve, pero la que había visto en el desierto era suficiente para hacerme feliz. Tampoco hubo cámaras entonces, pero años después habíamos sido otra vez juntos, Coahuila, la nieve y yo.

¡Hasta luego!

El frío, ese viejo peregrino…

In Zaragoza on febrero 3, 2011 at 3:26 pm

No recuerdo con exactitud, pero debió ser entre 1982 y 1984 cuando hubo 2 inviernos con nieve en Zaragoza. Fueron nevadas consistentes, los jardines de la casa se cubrieron por una capa blanca en la que mis pies se hundían.

De la primera nevada conservo una sola foto, de una Polaroid, por cierto (les recuerdo, jovenazos, que en los fabulosos 80’s no teníamos cámaras digitales, ni celulares con cámaras, es más, no teníamos celulares). De la segunda  nevada, un año o dos después de la primera, recuerdo que hubo necesidad de que los más grandes se subieran a la azotea, a despejar la nieve que allá se acumulaba.

Si bien para la primera nevada no fui más allá del jardín de la casa, para la segunda tuve permiso de salir a la calle, previa envoltura de mis pies en bolsas de plástico amarradas con ligas a los tenis. Fuimos a La Perla, o no sé si todavía para ese entonces era Casa Conchita, pero hasta allá fuimos a comprar chocolate y pan.

¿Por qué me acuerdo de todo eso? Bueno, sucede que por algún misterio del Universo entre las ilusiones más grandes de los niños está conocer la nieve y la mar. La mar la conocí muchos años después, en Acapulco, pero la nieve la conocí en Zaragoza, en esas 2 nevadas que les comento.

Recuerdo casi a la perfección ese encuentro: días antes de la primera nevada habíamos estado en el Orégano, de noche viajamos de regreso a Zaragoza, pero antes en el solar de la abuela, vi el cielo, un cielo limpio, colmadísimo de estrellas. Pocas veces, muy pero muy pocas veces en mi alegre vida, he vuelto a ver un cielo tan estrellado como ese, en parte porque en aquel entonces, jovenazos, en los ranchos no había luz.

Desde entonces relacionaba los cielos estrellados con la nieve, aunque en realidad no mucho tiene una cosa que ver con la otra.

El caso es que al día siguiente de aquella noche, ya en casa, mamá me despertó para avisarme que había caído nieve. Recuerdo exactamente por cuál ventana de la casa me asomé. Recuerdo y me alegro hasta la nostalgia de la alegría y la maravilla que el niño norestense que un día fui, sintió en ese momento, confieso que fue una alegría tan grande, que cuando la recuerdo, sé que en un rinconcito de mí, la conservo todavía.

Como a todos los niños que por primera vez ven la nieve, hubo necesidad de que se me explicara la diferencia entre la nieve que cae y la comestible, sucedido lo cual, salí apresurado en compañía de mi hermana a hacer un mono de nieve, bufanda prestada de por medio y, a los cuantos días, pagué las consecuencias de aquella enfriada de pies y manos.

Cuando la nieve se fue y no volvió en otros años, vinieron otros fríos sobre los que mis recuerdos vagan, infinidad de mañanas en las que salí al patio y encontré botes con agua naturalmente congelada, infinidad de charcos sobre los que caminé rompiendo el hielo, el mismísimo lodo congelado, hasta aquella mañana en la que, secundariano ya, con mis compañeros de salón, reímos hasta llorar de aquella compañera de nombre Ninfa (hermosa niña de bello nombre), cuya cabellera eriza, rizada, se congeló por completo en el camino de su casa a clases.

Si mal no recuerdo, por allá de principios de la década pasada (2001-2002), hubo otra nevada en Zaragoza, aunque ligera, pero ya para entonces yo no era un niño, ni vivía ahí.

Sé que para muchos el frío es triste, pero del frío yo conservo buenos recuerdos, como estos que recién les cuento.

¿Me contarían ustedes los suyos?

La sucursal del cielo

In Coahuila on enero 13, 2011 at 10:51 pm

 

He aquí que hace unos días fui al cielo, no al cielo cielo, pero a su única sucursal.

No está muy lejos, a lo mucho, se hace un par de horas de camino, saliendo de Monterrey. El regreso, eso sí, es un poco más largo, incluye media hora de estancia en Saltillo, donde nadie debe pasar sin detenerse a ver cómo es el primer mundo.

Pero como les decía, hace unos días estuve en la sucursal del cielo. Fui a traer algo de vino, algo de pan, ese dulce exquisito que llaman queso de nuez y un poco de mermelada de higo. Ahora disfruto de esas delicias en casa.

Nada de eso se encuentra en la tierra con tan buena calidad como la del cielo, por eso es que prefiero ir hasta allá para traerlas.

La sucursal del cielo de que les hablo es también ombligo del mundo y tierra de mi abuela materna. Se llama Parras, Parras de la Fuente, en Coahuila. Del cielo, en la tierra, Parras es la única sucursal, aunque muchos otros pueblos y hasta ranchos se quieran arrogar esa designación.

Yo les sugiero que no se confundan ni acepten imitaciones, vino y buenos dulces, cosas del cielo, sólo en Parras las encontrarán.

Más podemos

In Zaragoza on enero 9, 2011 at 10:02 pm

Nos tocó llorar, querido Zaragoza. Nos tocó sumarnos a la lista de los colateralmente dañados en una guerra que ni es nuestra ni es entre nosotros. Nos tocó confirmar de fea forma que los tiempos del país no son los mejores.

Y ni modo de no estar tristes, cuando no es eso lo que merecemos, ni a lo que estamos acostumbrados.

Una familia perdió a su padre, a su esposo, a su hermano. Un pueblo perdió a un alcalde, a un líder, a un profesionista que no se convirtió en político por la circunstancia, sino por su vocación de servicio público, que tuvo claro que para hacer un buen papel, no bastaba con sentarse detrás de un escritorio, sino que había que salir a buscar recursos cuantas veces fuese necesario, a Saltillo, a México, con diputados locales o federales, con el gobernador priísta, con el presidente panista, que supo posicionarse bien para servir a su comunidad, a su pueblo.

Se perdió también a un hombre que supo servir a su partido, a la administración estatal con la que compartió turno, aunque ésta, al final de sus días, estuviese distraída en celebrar otros triunfos, otros logros de otros hombres que no estuvieron al nivel de voltear a verle dígnamente, para reconocer a este buen priísta sus esfuerzos.

Nos tocó perder, querido Zaragoza, pero el hombre que se fue, a más de su legado de obras, nos deja una enseñanza, nos deja delineado claramente el modelo de profesionista, de político, que necesitamos en la alcaldía para seguir adelante.

Descanse en paz.