En aquel sueño, emprendía el último viaje de mi vida. Me despedía de todos, les decía adiós. Tomaba el volante, una carretera, un atardecer. Los coches que venían en sentido opuesto, eran conducidos por gente que yo conocía. Me sonreían, me saludaban, se despedían.
En aquel sueño, yo sabía que mi camino estaba por terminar y que el de los demás seguía, y pensaba –o lo decía, no sé, así son los sueños-, “que les vaya bien”, y seguía manejando tranquilo. Me gustaba el camino porque era suave, rodeado campos verdes y muchos árboles y porque el cielo era amarillo vainilla, con muchas nubes y muchas glorias.
Luego empecé a ver el final. Había montañas y un lago grande, grande. Para ese entonces ya no estaba en coche, caminaba desnudo y descalzo. Ahí encontré otra persona, un desconocido. A diferencia de los demás, éste no manejaba, montaba un caballo. Un caballo blanco que luego era negro y luego no estaba. El hombre tenía una armadura y no sé cómo fue, pero vi sus ojos y mis pies empezaron a desvanecerse.
“Se nos hace tarde”, dijo, y me tendió la mano. Y yo tuve miedo, tanto miedo que entonces desperté.
Todavía no es mi tiempo, pensé sonriente al despertar, es sólo un sueño.