Era un Domingo de Ramos, 4 de abril de 2004. Llamé desde Reynosa varias veces a casa de mamá, en Zaragoza, Coahuila. No me contestó. Lo intenté toda la mañana y fue hasta entrada la tarde, cuando por fin atendió al teléfono.
Es que se crecieron los ríos – me dijo-, y andábamos viendo como venía el agua.
– Llovió bien poquito, pero el escondido ya brincó el puente, y el San Antonio se llevó el puente y la carretera. Llevaba también vacas, caballos, chivas, postes, nogales y hasta encinos. Está muy feo, hasta zumba el agua, como si estuviera tronando el cielo – dijo sorprendida. Y yo la regañé. Le sugerí no acercarse otra vez a los ríos, ni siquiera por curiosidad.
Al día siguiente me marcó temprano. Acá todo está muy triste… No hay paso ni para Allende ni para Acuña, el pueblo está bloqueado. Pero en la Villa les fue peor, dicen que hubo muchos muertos y heridos.
De inmediato prendí el televisor, pero en las noticias nacionales no se decía nada. Como en un estado de negación, yo pensé que aquello no era posible. Simplemente –pensé- el río no puede desbordarse en la Villa, porque la Villa está en alto. Además, cuando uno pasa por el boulevard que va de la Villa a Piedras Negras, se ve que el río va en una cañada, allá al fondo, fácil a unos veinte o treinta metros de profundidad y con más de cien metros de ancho. ¿Cómo iba yo a creer que el río creciera tanto como para salirse de ese cauce y llegar a las casas de la Villa? De ser así -seguía pensando-, a lo mucho afectaría a las casitas cercanas al río. No creo que haya llegado el agua siquiera a la iglesia – me convencí.
Como quiera, llegando al trabajo, traté de buscar notas en Internet, y apenas empezaba a correr la información. Sí había una inundación, pero todo era contradictorio, se hablaba de unos cuantos heridos y unos cuantos desaparecidos. En cambio, una estación de radio local de Piedras Negras que transmitía por Internet, ni siquiera tenía pautas comerciales. Todo era noticia, voces de desolación que hablaban de centenares de desaparecidos, casas derrumbadas, autobuses tragados por el río y todo centrado en la Villa de Fuente.
Pero yo seguía incrédulo, pensaba que aquello era sólo sensacionalismo mediático. De todos modos, ese mismo día lunes, empecé a planear mi viaje a Coahuila. En la Villa tenía yo un amigo cercano y, aunque tenía tiempo de no hablarle ni verlo, me pareció que era un buen momento para visitarlo, saber al menos, si todo estaba bien, aunque pensaba que su casa, lejana al río, no se habría afectado.
Con el paso de los días, todo se confirmó. Aquello había sido fuerte, pero aun no tenía una perspectiva real de lo acontecido.
El miércoles siguiente llegué temprano desde Reynosa a Piedras Negras. Manejé desde el entronque de la carretera a Laredo y la que va a Monclova, pasando por la colonia San Joaquín. El día era también nublado, pero yo no veía nada extraordinario. El paso ni siquiera estaba cerrado todavía, así que puede llegar en mi coche hasta la primera curva de la acequia de la villa. A partir de ahí, todo cambió.
Nunca había pensado que era cierto eso que dicen algunos de que la muerte se huele, pero ahí lo aprendí. Ahí olía a muerte, no a muerto, sino a muerte. El ambiente era denso, oscuro, frío, húmedo, y esa misma sensación se respiraba, flotaba en el aire y se sentía pesada en los pulmones. Aquello parecía un territorio de guerra. Casas, árboles, bardas tiradas como por una bomba. Coches, roperos, camas en las copas de los árboles que quedaban en pie.
Aquel lugar olía a muerte, se sentía la muerte, se sentía la tristeza en todas partes de sólo ver las cosas, ni siquiera las personas, sino las cosas. Y la piel se erizaba. Se sentían escalofríos que recorrían el cuerpo y a mí se me hizo un nudo en la garganta. Ahí, metros antes de cruzar los rieles, me detuve. No pude manejar más. Aun a días después de pasada aquella inundación, el panorama aún era desolador y angustiante, y lo era para mí, que ni siquiera lo había vivido.
Aún faltaba mucho por llegar al punto en el que –según yo en mi incredulidad anterior- podía haber hecho el río su mayor afectación, pero ya no seguí. Desde ahí, desde la entrada de la Villa, puede ver claramente que la casa de mi amigo, ya no estaba. Desapareció, fue arrastrada por las aguas que mi mamá vio pasar por Zaragoza en la mañana, y que llegaron furiosas a la Villa de Fuente, en la noche, aquel fatídico día Domingo de Ramos, 4 de abril de 2004.