Zaragoza, Coahuila.
Quién sabe por qué me gustaría andar en esos trotes siendo yo apenas adolescente, pero me gustaba, quizás precisamente por mi ingenuidad. De la presidencia municipal llegaban a entregar a casa la invitación dirigida a papá para la presentación del informe del alcalde y, previo aseguramiento de que papá no asistiría, el día del informe, invitación en mano, me presentaba yo en el teatro de la Casa de la Cultura designado como “recinto oficial” de aquel solemne acto político.
No había forma de que se me negara el acceso, la invitación decía claramente Eucario Adame y Eucario Adame también era yo, aunque fuera menor de edad. Llegaba temprano, al menos veinte minutos antes de la hora indicada y por el vestíbulo de aquel teatro veía desfilar a los más destacados personajes de la clase política, empresarial y ganadera zaragocense: Pepe Galindo, Pepe Aguirre, Evelio Vara, Indalecio Zertuche, Conrado Valdés, Arnulfo Galindo, Fortunato González, Carolina Villarreal. También los líderes de los partidos de oposición: la señora Eloína, lideresa histórica del partido de izquierda en turno, e Isidro Yáñez, del PAN; el líder social y todólogo Neftalí Rodríguez y los ciudadanos siempre presentes en los eventos de la cosa pública: Panchín Garza, el cuate Santos, Balo Garza, el profe Nieves, Severino González, Mando Vallejo, Chepo, entre otros. Uno a uno cruzaban por el lobby de la Casa de la Cultura para tomar su lugar –previo aperitivo-, en el mencionado teatro.
Luego empezaba el acto con Gilberto Ramírez como maestro de ceremonias. Lo típico: la bienvenida, la presentación del presídium en el que siempre resaltaba el enviado del Gobernador, y luego la bienvenida a los invitados especiales: alcaldes de los pueblos vecinos, delegados y comisariados ejidales de las comunidades y congregaciones campesinas más importantes del municipio, los ejidos Minerva, Zaragoza, el Remolino, Tío Pío, La Maroma, Corte Nuevo, Santa Eulalia y, eventualmente, el diputado del distrito local. A cargo de la escolta y la banda de guerra de la escuela secundaria, o de la academia comercial o de la prepa (máximas casas de estudios en aquel universo local) se desarrollaban los honores a la Bandera y, enseguida, todos de pie entonábamos el Himno Nacional.
Venía luego el informe que yo escuchaba con puntual atención y al término de éste, el mensaje del Gobernador del Estado, leído por su representante. Ya casi para terminar, el maese Gilberto Ramírez daba cuenta de una veintena de telegramas y telefonemas que, a fin de felicitar al rendidor, eran destinados por distinguidas personalidades de la política local, estatal y hasta por el presidente de la República (todos llegaban directamente a casa de Gilberto, claro, pero si acaso no llegaba alguno, a petición del interesado podía darse lectura a un mensaje como si realmente hubiese llegado). Al final, una cena para invitados especiales, a la que yo no asistía porque ya hubiese sido demasiado osado de mi parte.
Aquellos actos solemnes que tanto me atraían hacia la cosa pública no duraron mucho. Entrando la última década del siglo pasado, los rituales del priísmo empezaron a trastabillar, no sé si en otras partes, pero al menos en Zaragoza. Las ideas de democracia y soberanía popular habían superado el “Vote Así” (con una cruz sobre el emblema del Partido Revolucionario) a que se reducían en los años setentas y ochentas, y ahora revelaban al pueblo otros conceptos tan elementales como asequibles, de los cuales, para todos, sin más trámites y formas, resultaba muy lógico echar mano e incluso defenderlos.
A partir de esa nueva noción de la democracia que aparecía tan lógica y natural, terminaría el régimen de los partidos y empezaría el juicio de los ciudadanos y mi pueblo, antes de que lo hicieran algunas de las grandes urbes de Coahuila, empezaría por echar a la calle a un alcalde, actuando en defensa de los intereses públicos.