Para los primeros años de la década de los noventas, Reynaldo “el Güero” Salinas se había convertido en el alcalde de Zaragoza por voluntad popular y, por esa misma voluntad, habría de terminar su mandato antes de lo constitucionalmente previsto.
Los cuestionamientos ciudadanos hacia la administración que encabezaba incluían de todo, desde la falta de cuentas claras sobre el manejo de los recursos públicos, hasta la deficiente atención de los trámites gestionados por la ciudadanía, la ausencia de obras indispensables en algunos sectores y, sobre todo, las acusaciones de nepotismo y despilfarro. Dichos reclamos tuvieron como punto de quiebre la celebración del desfile del Cinco de Mayo de 1992, máxima conmemoración cívica en el pueblo, por estar dedicada precisamente al héroe cuyo nombre ostentó la ciudad.
Aquel día los ciudadanos de a pie exigieron la presencia del Alcalde para encabezar como de costumbre el desfile, pero éste no apareció; cuando por fin lo hizo su actitud fue cínica y soberbia. Despreció la presencia de los maestros líderes de la comunidad, de los alumnos que encabezarían aquella caminata y aun los honores a los símbolos patrios con que la ceremonia empezaba y daba fin. Herida la comunidad en aquellos derechos que consideraba que le correspondían y más aún en aquello que tradicionalmente y por patriotismo todos antes habían respetado, pronto sus reclamos cambiaron de nivel.
Ni tan lejos de aquellos años en los que la única cuenta que se daba al pueblo era con pompa y lucimiento político, aquel Cinco de Mayo el pueblo pasó de esperar cuentas a demandar la cárcel para el alcalde que quedó secuestrado en su oficina por un grupo encabezado por ciudadanos comunes y no por la localmente encumbrada clase política zaragocense.
Para mediodía, aquel pequeño grupo sumó adeptos echando mano de una herramienta de convocatoria ideal (ideal, en todas las acepciones de la palabra). Se hizo sonar la réplica de la Campana de Dolores que pendía del modesto edificio de la presidencia, que hasta ese entonces sólo había sonado cada 15 de septiembre, en conmemoración solemne de la independencia de México.
Sonó entonces aquella simbólica Campana, anunciando la determinación de un pueblo (no de un partido, no de una agrupación política o social determinada, sino de un pueblo), en defensa de su propia dignidad y nadie, ni aun la policía municipal ni el párroco de San Fernando, a quienes tocaba ejercer la autoridad cuando ya nadie podía ejercerla, se atrevieron siquiera al menos a intentar contener aquellas voluntades. Tampoco nadie defendió al alcalde o a su familia que permanecieron encerrados en una oficina de la presidencia.
Para el día siguiente el asunto había llamado la atención del Gobierno del Estado. Un representante del gobernador, otro del Congreso y un subsecretario de gobierno, hicieron acto de presencia en el pueblo sin lograr convencer a los ciudadanos de una solución distinta a la renuncia del edil. Al paso de las horas la protesta quedó en silencio, dentro de la presidencia se sostenía una reunión decisiva entre los representantes de las autoridades estatales, el alcalde cuestionado y algunos ciudadanos designados por la concurrencia para representar al pueblo; mientras que afuera, toda la calle de Allende, entre Hidalgo y Zaragoza, se encontró repleta de zaragocenses en protesta y en espera de noticias.
Al final del día, ya casi a la media noche, se empezó a trasparentar la solución. Reynaldo “el Güero” Salinas había dejado de ser presidente y el gobierno de Zaragoza quedaba temporalmente a cargo de un concejo municipal; un concejo de notables integrado por 32 ciudadanos en su mayoría ajenos a las filiaciones partidistas, pero que sin excepción, tenían el apoyo y reconocimiento moral de los pobladores.
Al segundo día de aquellas protestas el pueblo cantaba victoria, aseguraba la buena administración del erario y una mejor atención de la cosa pública; pero más allá, Zaragoza se hacía de una ganancia descomunal y trascendente: el pueblo había afirmado su propia libertad y había demostrado, dignamente, que el pueblo mandaba.
Con el paso de los años el pueblo refrendaría aquella victoria y lo haría en formas menos desesperadas pero también contundentes y aleccionadoras. No sería un alcalde, sino un partido, el que saldría del Ayuntamiento.
Pues eso de cuentas turbias, desprecio por la ciudadanía y sus responsabilidades, además de abandonar el cargo antes de lo marcado legalmente… donde lo he visto?? mmmm
Ah Si! en Múzquiz! con nuestro actual C. Diputado Federal Hugo Martínez, que ha dejado colgados a los muzquences en 2 períodos.
Una chulada de peláo.
Bueno pero ese los dejó colgados, al güero lo colgaron.