Aquí no ha pasado el tiempo. La calle angosta, la gente sencilla, el ruido del quehacer de un pueblo de sábado en la tarde.
Aquí el tiempo se detuvo. La calle de piedra, la iglesia de sillar, la plaza del pueblo donde la gente descansa. La nieve de vainilla en el triciclo de la esquina.
Dicen que aquí nació Tamaulipas. Yo no sé. Yo veo estas calles y pienso que algo tienen de Álamos, Sonora; algo de Mapimí, Durango. Algo que es esa magia de los pueblos viejos, donde todo se aferra a seguir igual.
Y luego me voy, porque estoy de paso, porque mi tiempo pasa, porque en mí, el tiempo –la vida-, no se detiene.
Tomo el camino que me trajo, paso otra vez los mismos pueblos, los mismos caminos ahora conocidos y regreso a la ciudad.
Pero en mi mente hay un tiempo que no acaba, y que no pasará nunca. Es el tiempo de este pueblo en el que estuve, y que ahora vive en mí, en un recuerdo difícil de borrar.
Atrás, se quedó el pueblo y se quedó de él algo en mí, algo que dice «por si un día vuelves», y algo que dice «vas a volver».
Atrás, se quedó Tula, latiendo despacio, como un viejo corazón nostálgico de Tamaulipas.
Llegó el norestense y dijo: me llevo a Tula en mi corazón.