Por mi raza hablará el Piporro

Me lo contó el primo de un amigo…

In De aquí y de allá on febrero 10, 2010 at 4:07 pm

No suelo ir a ese tipo de lugares, pero ese día fui. Iba de salida, cayendo la noche, caminaba rumbo al coche en el estacionamiento, cuando escuché que alguien dijo “ése es, el de la camioneta”. No pensé que se dirigieran a mí, porque yo no ando en troca.

Discretamente traté de prever si algo estaba pasando, alguien me alcanzó, apretó fuerte su mano derecha entre mi cuello y mi hombro y caminó junto a mí hasta el auto. Para cuando llegamos al coche, ya estaba rodeado. Intenté con naturalidad abrir la puerta, pero el mensaje fue claro: “usted se viene con nosotros, mi lic.” Inútil habría sido resistirme, todos estaban armados.

Sin cuestionar ni forcejear, me quedé quieto junto al auto e intenté ver al que me estaba sujetando. Con un tono que intentaba ser amable dijo “camínele, lic”. Su “amabilidad”, se desvaneció ante la mirada hostil de los otros que nos rodeaban, un encañonamiento y un ligero culatazo en mi espalda.

Me llevaron a una camioneta estacionada a escasos metros de mi coche, me subieron en los asientos de la parte trasera. Con desconfianza, intenté ver si había alguien más sentado ahí dentro, pero apenas empezaba a voltear a mi izquierda cuando una sensación dolorosa y cosquilleante, adormecedora como de descarga eléctrica, me invadió de la nuca a la espalda. Quedé inconciente.

Cuando desperté, seguía dentro de la camioneta, mi cabeza recargada en el asiento del piloto y mis manos atadas por la espalda. Volví en mí, poco a poco fui abriendo los ojos, intentando descifrar lo que seguiría, si estaba solo, si seguían ahí, si vendría otro golpe.

Poco a poco empecé a distinguir la cabeza de otra persona sentada en los asientos de enfrente, recargada hacia atrás, como si estuviera dormida. Trataba de mantenerme inmóvil, de no dar muestras de conciencia, de vida. Tampoco quería saber quién estaba sentado frente a mí, ni si en realidad sólo dormía. Los dedos de los pies me dolían.

Por el parabrisas, alcancé a ver el lugar donde estaba, era la típica brecha reynosense rodeada de mezquites y zacatales, había plena luz de día. ¿Cuántas horas o días habían pasado? Me seguía pensando si en realidad estaba solo, poco a poco empecé a girar la vista a la derecha y alcancé a ver mi coche, no había nadie.

Empecé a girar la cabeza a la izquierda, pero un dolor intenso en el cuello me lo impidió. No había de otra, tenía qué levantar la cabeza, recargarme hacia atrás.

De pronto la puerta se abrió. Me quedé quieto. Alguien cortó lo que ataba mis manos, me tomó del cuello, me bajó y me llevó a mi coche que sólo alcancé a ver bastante empolvado, yo estaba descalzo, aunque en calcetines, me subió y me dijo: de aquí no se mueva hasta que oscurezca, ahí está la carretera.

Ese fue el atardecer más esperado de mi vida.

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