No recuerdo con exactitud, pero debió ser entre 1982 y 1984 cuando hubo 2 inviernos con nieve en Zaragoza. Fueron nevadas consistentes, los jardines de la casa se cubrieron por una capa blanca en la que mis pies se hundían.
De la primera nevada conservo una sola foto, de una Polaroid, por cierto (les recuerdo, jovenazos, que en los fabulosos 80’s no teníamos cámaras digitales, ni celulares con cámaras, es más, no teníamos celulares). De la segunda nevada, un año o dos después de la primera, recuerdo que hubo necesidad de que los más grandes se subieran a la azotea, a despejar la nieve que allá se acumulaba.
Si bien para la primera nevada no fui más allá del jardín de la casa, para la segunda tuve permiso de salir a la calle, previa envoltura de mis pies en bolsas de plástico amarradas con ligas a los tenis. Fuimos a La Perla, o no sé si todavía para ese entonces era Casa Conchita, pero hasta allá fuimos a comprar chocolate y pan.
¿Por qué me acuerdo de todo eso? Bueno, sucede que por algún misterio del Universo entre las ilusiones más grandes de los niños está conocer la nieve y la mar. La mar la conocí muchos años después, en Acapulco, pero la nieve la conocí en Zaragoza, en esas 2 nevadas que les comento.
Recuerdo casi a la perfección ese encuentro: días antes de la primera nevada habíamos estado en el Orégano, de noche viajamos de regreso a Zaragoza, pero antes en el solar de la abuela, vi el cielo, un cielo limpio, colmadísimo de estrellas. Pocas veces, muy pero muy pocas veces en mi alegre vida, he vuelto a ver un cielo tan estrellado como ese, en parte porque en aquel entonces, jovenazos, en los ranchos no había luz.
Desde entonces relacionaba los cielos estrellados con la nieve, aunque en realidad no mucho tiene una cosa que ver con la otra.
El caso es que al día siguiente de aquella noche, ya en casa, mamá me despertó para avisarme que había caído nieve. Recuerdo exactamente por cuál ventana de la casa me asomé. Recuerdo y me alegro hasta la nostalgia de la alegría y la maravilla que el niño norestense que un día fui, sintió en ese momento, confieso que fue una alegría tan grande, que cuando la recuerdo, sé que en un rinconcito de mí, la conservo todavía.
Como a todos los niños que por primera vez ven la nieve, hubo necesidad de que se me explicara la diferencia entre la nieve que cae y la comestible, sucedido lo cual, salí apresurado en compañía de mi hermana a hacer un mono de nieve, bufanda prestada de por medio y, a los cuantos días, pagué las consecuencias de aquella enfriada de pies y manos.
Cuando la nieve se fue y no volvió en otros años, vinieron otros fríos sobre los que mis recuerdos vagan, infinidad de mañanas en las que salí al patio y encontré botes con agua naturalmente congelada, infinidad de charcos sobre los que caminé rompiendo el hielo, el mismísimo lodo congelado, hasta aquella mañana en la que, secundariano ya, con mis compañeros de salón, reímos hasta llorar de aquella compañera de nombre Ninfa (hermosa niña de bello nombre), cuya cabellera eriza, rizada, se congeló por completo en el camino de su casa a clases.
Si mal no recuerdo, por allá de principios de la década pasada (2001-2002), hubo otra nevada en Zaragoza, aunque ligera, pero ya para entonces yo no era un niño, ni vivía ahí.
Sé que para muchos el frío es triste, pero del frío yo conservo buenos recuerdos, como estos que recién les cuento.
¿Me contarían ustedes los suyos?