Volviéndose cada vez más gris y porfiriano, este rorro Norestense recorre “a pata” las viejas calles del Distrito Federal. Aquí algunas de sus andanzas:
¡Ay Chihuahua, cuánto apache! Dijo el primer día parado en el semáforo peatonal de Madero y Lázaro Cárdenas, o Eje Central (o San Juan de Letrán, como diría Jacobo Zabludovsky). Y luego siguió el tradicional recorrido que ha hecho en el 90 por ciento de las veces que ha estado en esta ciudad: Madero, al Zócalo – 5 de Mayo, a Bellas Artes, o al revés, que al cabo es lo mismo. Por un lado hay oro y por el otro café.
Añorando los días en que desde apacible balcón veía ponerse la luna tras del cerro de Las Mitras, se quedó conforme viéndola brotar desde la esquina izquierda del Palacio Nacional. “Al menos está medio llena”-pensó. No hubo tequila, ni Mariachi Coyote, pero el espectáculo fue bueno: por un lado brotaba la luna, por encima las nubes se volvían luminiscentes con el lucerío de la ciudad, y por otro el Palacio se iluminaba con los ensayos de un espectáculo multimedia que el gobierno prepara para los días patrios de noviembre. Nomás el fara fara faltaba, pero a cambio llegó el sonar desentonado de un viejo cilindrero. Nunca se supo qué son tocaba, pero o era cielito lindo, o cualquier otra de esas canciones añejas que aquí se consideran clásicos mexicanos que todo mundo debe conocer. Ojalá que un día tocaran Rosita Alvírez, y que les saliera bien.
Días después, en el mismo sitio, muy de mañana, el Norestense favorito descubrió que era el único humano pisando sobre las viejas y meadas losas del mentado Zócalo. No hubo foto, porque no hay quien las tome cuando se es el único. Horas más tarde, conmovido hasta la entraña, escuchó como centenares de voces (ellas decían ser miles, y deseaban ser millones), gritaban al mismo tiempo: “¡Así es como se ve la fuerza del SME, así es como se ve la fuerza del SME!”. ¿Cuántas horas ensayarán al día?
Más tarde, el Norestense de a pata descubrió que en el pie de la astabandera, esa que en la tele se ve imponente y gloriosa, hay un mingitorio invisible al que nadie le atina. Pronto El Norestense sacó su libreta imaginaria, esa donde apunta las cosas célebres que luego usa para romper el hielo en las pláticas con “los intelectuales”, y con tinta sepia (para que entone con el color de las antiguas construcciones), escribió: “Ahora sé a qué huele el ombligo de México, que es el ombligo del ombligo de la luna: ¡Apesta simple y sencillamente a meados. Y no son águila ni de serpiente, son de humano!”
Y con la frente en alto, como quien no le teme a nada y menos a lo que no conoce, el Norestense de a pie se fue volando, rodeado de fantasmas de todas las épocas hasta algún lugar donde el ruido de la ciudad se pierde. Mientras admiraba las antiguas construcciones, que no son de todas las épocas, sino sólo de las más gloriosas, cantaba para sí: “Era el abuelo un lagartijo porfiriano, que brillaba en todas las reuniones de postín….»
Les debo las fotos, raza. ¡Ajúa!